Cruzando
el gran portalón se sintieron dos certeros tiros que le dejaron allí tendido al
sol. La
conciencia encadenada al cuerpo fláccido del prisionero se desprende cual tela
adhesiva de sus carnes, empujando el mejunje de maldad podrida y detrito humano
para erguirse en la atmósfera salpicada de sangre que rodea al cadáver. El
tiempo se ha detenido con un chirriar de frenos. Libres, las burbujas de la
conciencia restante se dispersan entre las moléculas de oxígeno que suben hasta
alcanzar la corriente que las mezcla en las nubes con moléculas de hidrógeno
millares de veces en un ciclo de lluvia, mar y río.
Tiempo,
silencio, inmovilidad casi perpetua. En la ciudad de Los Angeles nace un crío
de fuertes pulmones, ojos pardos, alma antigua. En otra parte de la ciudad una
escritora se rasca la cabeza buscando el hilo melódico de una narrativa que se
le escapa hace días. Desde su despacho, Eliana oye los pasos de Susana que se
acercan.
--¿Tienes
hambre, amor? Te traje pan con tomate y queso y un café con leche...—
--Mmm,
qué rico. ¿Cómo sabías?-- Susana deja la bandeja sobre el escritorio y abraza a
Eliana, cubriéndole la frente de besos.
--Soy
adivina. Y, ¿cómo va ese cuento?
--¡Es
un desastre! No se me viene a la mente nada más que imágenes en blanco y negro.
Atardece.
El horizonte se enciende en una hojarasca. Eliana se pregunta por qué se
imagina escenas de una película en que un reo muere acribillado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario